jueves, 9 de junio de 2011

Vaticinio


Esta historia la escribi cuando era chiquito:

Habíamos arribado al lugar de destino, esa increíble cueva recién descubierta a orillas del rio Nilo; lentamente, ingresamos a la misma. En el interior, encontramos toda clase de animales nocturnos. La cueva era húmeda, oscura y tenebrosa, ni siquiera se podía divisar el inquietante fondo. La cueva era tan larga que parecía que nunca terminaba. Solo se veía un punto negro, un punto que te aterrorizaba.
Comenzamos a investigar su interior; inexplicablemente, miles de murciélagos nos envistieron buscando la salida de la caverna.
El techo  quedo al descubierto y se pudo percibir todo tipo de arte rupestre. Seguimos caminando hasta llegar a un arroyo subterráneo. En ese lugar, nos pusimos a descansar. Empecé a percibir diferentes ruidos, uno de ellos parecía el de agua corriendo, originado por el arroyo, además de este placentero sonido, de distinguían otros inexplicables, parecían ruidos de hombres, ruidos de hombres que no conocía. Noté que solo yo escuchaba aquellos gemidos de dolor, por esto, les resté importancia. Luego de un rato, estos cesaron. En ese momento, fui inundado por un increíble sentimiento, comencé a dormir…
Me encontraba caminando por un largo pasillo de piedra caliza que daba con una gran y pesada puerta de oro sólido. Tras un largo esfuerzo, logré abrir la puerta y me encontré con un templo en el cual se encontraban numerosas esculturas del arte egipcio. Una de ellas era de la gran faraona Seorez. Esa mujer había destruido una gran construcción en Grecia, una construcción echa por un antiguo familiar mío. Empujé la escultura por consecuencia de haber recordado los hechos sucedidos hace siglos. Cuando golpeó el piso de mármol, este se rompió dejando a la vista un cetro que aparentaba ser una palanca. Jale de ella y una lámina del valioso mármol calló al frío suelo dejando en la pared una pequeña puerta. Del otro lado se podía distinguir un hombre que utilizaba un hermoso turbante que cubría su escasa cabellera. Éste acarreaba a un individuo mientras otro dos lo golpeaban con látigos que, en cada golpe, le desprendían la carne del hueso. Este hombre producía unos gemidos que me creaban escalofríos. El aterrador hombre me descubrió y me miro directo a los ojos, no había vuelta atrás, debía enfrentarlo.
De golpe desperté junto con mis hombres, y sacudiendo la cabeza, no lograba entender el sueño que había tenido.
Seguimos caminando hasta llegar a una ciudad que a primera vista, perecía estar abandonada. Recorrimos la ciudad y, en un mercado, encontramos a numerosas personas. Éstas vestían ropa camuflada y se habían pintado el cuerpo que quedaba al descubierto de verde claro, marrón y verde oscuro. No le dimos importancia a este extraño acontecimiento. Seguimos caminando y poco a poco,  fuimos descubriendo más y más gente con la misma vestimenta. Al fin y al cabo, preguntamos por qué vestían así, pero, no nos respondieron y siguieron caminando.
Un anciano nos dio asilo en su gran mansión. En la noche, comencé a caminar por un largo pasillo de piedra caliza que daba con una gran y pesada puerta de oro sólido. Tarde en entender, pero era igual al pasillo que había visto en sueños. Tras un largo esfuerzo, logré abrir la puerta y me encontré con un templo igual al soñado en el cual se encontraban las esculturas del arte egipcio. Todo se esta realizando tal cual lo había soñado. Efectivamente una de las esculturas era de la gran faraona Seorez, la mujer que había destruido en Grecia la gran construcción hecha por un antiguo familiar mío. Empujé la escultura  y cuando golpeó el piso de mármol, se rompió dejando a la vista el cetro que había soñado. Jale de el y una lámina del valioso mármol calló al frío suelo dejando en la pared una pequeña puerta. Todo se estaba repitiendo. Del otro lado se podía distinguir al hombre del turbante que cubría su escasa cabellera. Éste acarreaba a un individuo mientras otro dos lo golpeaban con látigos que, en cada golpe, le desprendían la carne del hueso. El pobre hombre producía unos gemidos que me creaban escalofríos. El hombre del turbante me descubrió y me miro directo a los ojos, no había vuelta atrás, debía enfrentarlo. Tomé una espada que estaba de adorno en una pared y luché contra él. Luego de una ardua batalla, logré vencerlo a él y a sus dos hombres. Le pregunté al hombre lastimado por qué todos vestían camuflados; y, como ya había supuesto, era para que estos hombres no los agarren.
Volví con él al cuarto y esa misma noche nos fuimos de la casa sin dejar rastro. Esa fue la última vez que vi esa increíble ciudad escondida en esa majestuosa cueva.